miércoles, 21 de enero de 2009

LA FARMACIA DOMÉSTICA

En esta era de la Humanidad en que todo vale, se han abierto en los domicilios particulares unos pequeños habitáculos para alojar, en revoltijo perfecto casi siempre, el cúmulo de medicamentos de que nos servimos para mantener nuestra salud o mejorarla al menos, unas veces acertadamente (cuando han sido prescritos por el galeno) y otras, con una irresponsable imprudencia. Lo cierto es que, bien porque nos ha quedado un sobrante de aquéllos y no queremos tirarlos, por si acaso, o porque los hemos comprado siguiendo la creencia de que nos van a beneficiar para un determinado mal –lógicamente, de poca monta-, sobre todo si nos los “ha recetado” alguien a quien le ha ido muy bien con ellos, tenemos acumuladas cajitas y cajitas, frascos y frascos en lo que antes sería un modesto botiquín casero, con esparadrapos, algodón., alcohol o mercromina y alguna aspirina que otra, pero nada más.
Como es natural, a medida que la edad avanza y con ella, los achaques, es más abundante el arsenal de fármacos que poseemos y el número de pastillas o jarabes que consuminos. Conocí hace algunos años a un casi vecino en la Sierra madrileña, que era un sastre acreditado y vestía a personalidades de alcurnia y prosapia (que, por cierto, le pagaban peor, según decía, que otros clientes de menor fuste), que llegaba a ingerir hasta diecinueve unidades diarias de medicamentos diversos, cifra que a todas luces tenía que parecernos exagerada pero que seguramente sería cierta. Uno toma ya más de dos y más de tres especialidades distintas, tantas como dolencias comunes y razonables que acusa a estas alturas de la vida y así nos vamos bandeando. Por lo menos no faltan las ganas de comer, se anda lo que se puede, se nada –ahí, en Las Rotas sobre todo- y se llega a correr para alcanzar el autobús cuando se nos escapa, lo que quiere decir que algo bueno tendrán los fármacos. Pero de esto a que nos dediquemos a coleccionar estuchitos de cartón con parte de su contenido dentro, no parece sensato y menos si la fecha de caducidad está ya trasnochada.
Nadie o casi nadie duda de que las farmacias son establecimientos indispensables y parece imposible que alguien, a lo largo de su vida, no haya tenido necesidad de acudir a ellas, siendo los bebés desde sus primeros días de existencia sus clientes inexcusables, ¿quién no ha usado el entrañable y consolador chupete de toda la vida, así como los primeros biberones cuando la lactancia materna no ha sido posible? No pocas veces se ha dado el caso de que los padres, él o ella, han tenido que salir de casa, incluso a altas horas de la noche, para restituir con urgencia el imprescindible y popularísimo elemento que se había extraviado -“ñaña” lo llamaba mi nieta, no sé por qué-, para ponérselo en la boca al infante, y calmar al instante los desesperados y desesperantes lloros de los pequeños. Y qué decir de los espantosos dolores de muelas que, quien más quien menos, hemos padecido en ocasiones y que la solícita ayuda de los farmacéuticos de guardia nos ha aliviado tantas veces. Analgésicos, antiespasmódicos, diuréticos, antihipertensivos, ansiolíticos, antiinflamatorios, antitusígenos, antipiréticos, antihistamínicos y muchos “anti” más, genéricos o de marca, abarrotan los anaqueles de lo que antiguamente llamábamos boticas, ahora farmacias y también oficinas de farmacia como nombre oficial, que se han modernizado e informatizado hasta cotas increíbles, como hemos visto en algunas de Dénia en las que, sólo pulsando una tecla de los ingenios informáticos instalados en los mostradores, bajan por las espirales de una especie de toboganes, al instante, los medicamentos solicitados.
Y aunque no es utilizado exclusivamente por los laboratorios farmacéuticos y sus terminales de venta, puesto que es ya de uso universal en todos los envases habidos y por haber, hemos de hacer mención al ya famosísimo código de barras, cuyo trigésimo aniversario se celebra en estos días. Ya no existe la mención en “cristiano” del precio de los artículos en ningún establecimiento, prácticamente, pero sí estaba impreso en cifras hasta hace poco, en las farmacias aunque figurase el código de barras, pero ya no, ahora hay que pasar éste por el “aro de la electrónica” para que nos diga cuánto vale lo que adquirimos. Pero, aunque parezca mentira, todavía quedan farmacias, incluso en Madrid, no informatizadas, donde tienen que valerse de la estampación manual del precio, a partir de los albaranes de entrega de los almacenes suministradores. ¡Qué cosas!