domingo, 24 de enero de 2010

EL HOMBRE DE MÁRMOL

La figura de un hombre modelada en mármol rojo de Languedoç, la región francesa del Alto Garona, en contraste con la de otro de mármol estatuario blanco y refulgente, por arte de birlibirloque convirtieron su estatismo, frío y anodino, en entes animados si no en lo físico, por lo incompatible del material que los componía, sí, al menos, si hacemos un ejercicio de fantasía en lo intelectual.
Al fin y al cabo, alguien esculpió la representación real de ambos en el calizo material de Francia y de España y pudo quedarles, aunque petrificado, su cerebro resucitado en el transcurrir de los siglos, que nos permite imaginarnos lo que nos contaron o lo que se contaron mutuamente.
Cuando terminaba el siglo VII de la Historia, reinando los godos en España, Wamba fue entronizado contra su voluntad, amenazado por una espada en el pecho. Seis siglos más tarde, en un encuentro casual, etéreo, por supuesto, le contaba sus contrariedades y penurias a su interlocutor, Felipe III el Atrevido, rey de Francia, hijo de San Luis (Luis XIV). Wamba, enfundado en su manto blanco sobre el pedestal, hizo historia de cómo, al morir Recesvinto, su antecesor, fue obligado a ser rey y, tras una ejecutoria brillante, a pesar de eso, narcotizado por Ervigio, que pretendía el trono, le desposeyó del mismo.
Felipe III el Atrevido, por su parte, perpetuado en el mármol rojo de Languedoç, la región que sometió por completo al conseguir la conquista de Toulouse y de Poitiers, narró a Wamba sus éxitos, echando por tierra la conceptuación de ignorante y falto de talento que existía en su entorno.
La lógica-lógica hizo que, tras estos devaneos, las estatuas enmudecieran de nuevo y siguieran cumpliendo su papel en este mundo: el estatismo y el silencio.


Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ