domingo, 29 de noviembre de 2009

LA INDUMENTARIA

Desde que los primeros pobladores del planeta, partiendo del Paraíso Terrenal, dejaron de estar desnudos y se cubrieron con pieles de animales para protegerse del frío, la evolución de la indumentaria o vestimenta humana no ha tenido límites y, naturalmente, no habría podido ser de otra forma. Según pasaban los tiempos la gente se vestía de distinta manera, dejando atrás sus antiguas formas de hacerlo, tanto los hombres como las mujeres. La historia del vestido es muy rica en matices y las costumbres no han dejado de ser determinantes a la hora de ponerse algo sobre el cuerpo. Pero ha habido épocas y la actual es una de ellas, en que convivieron infinidad de contrastes simultáneamente y ahora, con toda naturalidad, cada uno viste como quiere y no creo que los adelantados de la moda que tratan de imponer unas tendencias por ellos propuestas, logren que todo el mundo las siga.
Pero puede ser interesante al hacer un análisis, si se quiere un tanto frívolo, volver al recuerdo paulatino de los comportamientos de la humanidad a la hora de presentar ante los demás su habitual indumentaria. No vamos a llegar hasta la Prehistoria por muy avanzados que consideremos algunos de sus períodos porque lo que suponemos que existía es tan remoto que sólo a través de la imaginación de quienes nos lo presentaron nos podríamos hacer una idea más que subjetiva de la realidad de tantos y tantos siglos atrás. No sé si las pinturas rupestres que nos han quedado podrán ser fiables pero no debemos hilar tan fino. Lo cierto es que si nos acercamos ya a las representaciones, sobre todo escultóricas, de la mitología tanto griega como romana, parece que aquello que los artistas nos hacían ver como figuras humanas, carecía de toda ropa que no fuera un sutil velo como mucho, puesto que la Venus de Milo o el Apolo Belvedere, por ejemplo, lucen gran parte de su cuerpo o todo, en el segundo caso. Esto no es más que un apunte genérico que no nos lleva adonde queremos llegar.
Si arrancamos de los principios de nuestra era, en la época de Jesucristo, encontramos que la inspiración de los artistas plasma principalmente un ropaje compuesto por túnicas largas con cíngulo y sandalias y los césares romanos solían aparecer con atuendos amplios, generalmente blancos y envolventes y su corona de laurel. Vamos más cerca de nuestros tiempos (con toda la extensión que se quiera dar a éstos) y situémonos ya en la época de las casacas y las pelucas de los genios de la música del barroco, del clasicismo o del romanticismo, ¿quién no ha visto una imagen de Bach, Mozart o Beethoven de tal guisa?, de los reyes o los nobles de la Corte o de los miriñaques de Las Meninas, por ejemplo, que fueron dando paso a otras formas de vestir, sin olvidar a los vistosos y abigarrados uniformes militares, con su morrión y charreteras o los vestidos de las tropas del Duque de Alba, atuendos ahora utilizados como trajes de gala en determinadas ceremonias como, asimismo, las antiguas dalmáticas que siguen usando los actuales maceros de las Corporaciones.
Pero ya en lo que podríamos llamar, haciendo una pirueta en el tiempo, “años contemporáneos”, algunos de los que todavía vivimos alcanzamos a conocer las formas de vestir de hombres y mujeres que, en esencia, eran para éstas basándose en el corpiño y falda hasta el suelo, tocadas en muchos casos con un sombrerito que a veces era un sombrerazo, y en cuanto a los hombres, traje completo y también sombrero, más común, aunque, según las escalas sociales, se sustituía por la popular boina o gorrilla. Los que vivían en el campo, obviamente, no se atenían a estas reglas del vestir. Otra cosa eran las peculiaridades regionales o locales: las tradiciones que ahora podemos ver en Valencia con los falleros, en Madrid con los chulapos o chisperos y en otros muchos lugares de España con sus fiestas y exaltaciones de lo antiguo, cosas que ya no son usuales en la vida normal. Todo ha cambiado aunque, haciendo honor a la verdad, hay razas o colectividades de individuos con un arraigo tan ancestral a sus costumbres milenarias como los árabes, los hindúes y otras, que siguen ostentando públicamente sus vestiduras de siempre, en especial las mujeres, pero no nos vamos a meter en estas cosas.
Ahora bien, la idea que yo tenía en la cabeza no tiene nada que ver con esas historias más o menos rancias o anacrónicas que he comentado. Pretendo hablar de los tiempos actuales, concretamente de la segunda mitad del siglo pasado hasta hoy. Es cuando verdaderamente hemos notado un giro espectacular de la gente en este tema tan universal. El traje-traje compuesto de chaqueta o americana (según quiera llamárselo) y pantalón clásico, complementado con corbata o pajarita, se ha llevado toda la vida, desde largo tiempo atrás. En casos muy concretos con la cobertura de la típica capa o pañosa, pero esto último ha quedado sólo para los románticos y hay asociaciones conservadoras de tal prenda. Bueno, pues, hasta los años cincuenta / sesenta del siglo XX, el traje era imprescindible y hasta obligado en muchos ámbitos de la sociedad, por ejemplo en oficinas públicas o privadas o en determinadas profesiones; ahora se ha dado el caso de que un juez ha avalado el despido de un agente comercial por ir vestido inadecuadamente teniendo cuenta su cometido, naturalmente, no llevaba traje. En esa época yo recuerdo que en las terrazas de los cafés, en verano, no permitían sentarse sin chaqueta y, por supuesto, en los conciertos nadie prescindía de tal indumentaria, por exigencias de la organización o por voluntad propia de los asistentes. Hoy se va en vaqueros, en camisa y sin corbata. Y a propósito de esta decadencia en el vestir, se nos da en estos días el dato de que hace unos años había en España unos cinco mil sastres, ahora sólo quedan quinientos. Hablamos de los confeccionadores de estas prendas a medida que, por término medio, cobran unos mil euros; en las tiendas o grandes superficies se pueden comprar por 250 a 300.
Y ahora voy a terminar con los jóvenes quienes, a buen seguro, me tomarán manía si no lo han hecho ya por escritos anteriores sobre ellos. Pero, díganme ustedes si no es razonable al menos una pizca de perplejidad cuando vemos a algunos que llevan los pantalones literalmente colgando, pisándose los bajos y exhibiendo impúdicamente la hendidura que los glúteos forman en la zona donde acaba la espalda o, en el caso de las chicas, la exposición a la contemplación pública del ombligo y una amplia zona circundante hasta límites sumamente comprometidos. Esto es la libertad de cada cual, pero el decoro es el decoro, señores.
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

lunes, 23 de noviembre de 2009

LOS TRENES

Dadas las circunstancias de la vida, que no son otras que los años transcurridos, muchos ya, ha tenido uno que viajar bastante, unas veces por necesidades profesionales –las menos-, otras, por placer o divertimento -las más- varias, en fin, por motivos familiares, buenos y malos, que de todo hubo y, naturalmente, se han utilizado los más variados tipos de transporte, desde una pintoresca y modesta tartana tirada por un dócil caballo hasta los más rápidos trenes que se han incorporado al parque de los ferrocarriles españoles. Desde pequeño tuve una pasión desorbitada y no muy comprendida, ni por mí mismo, por el tren, algo así como lo que los niños teníamos y tienen todavía por los bomberos. Y de éste quería yo hablar. Creo recordar, ya en la lejanía de los tiempos, a poco de terminar la guerra civil, tuve mi primera experiencia o contacto con el ferrocarril; yo era pequeño y aún no había comenzad0 el bachillerato. Fue protagonista un tren de los llamados Expresos, que salía de Madrid por la noche y llegaba a la periferia asturiana ya bien amanecido el día y era relativamente cómodo para aquella época. Naturalmente, en su estructura primaba la madera y disponía de departamentos para ocho o diez personas, según categoría, con unas plataformas exteriores a ambos extremos del vagón; circulaba por la izquierda y venía a invertir en el trayecto hasta la costa unas ocho o nueve horas. Creo que llevaba viajeros de pie como lo hacían generalmente casi todos los de entonces y me viene a la memoria (ya bastantes años después) el nocturno de Madrid-Albacete-Valencia que yo utilicé varias veces para dirigirme a mi lugar ya vitalicio de veraneo, Denia; ése sí que iba literalmente hasta los topes y aquí el dicho es más que apropiado, había que subir el equipaje y enseres, si se llevaban, por las ventanillas, otra alternativa era imposible. Se transbordaba en Carcagente (Valencia) y se tomaba otro tren, este de vía estrecha, ya desaparecido y enlazo aquí con este tipo de convoyes de los que aún circulan algunos y que, muy mejorados hoy día, evocan un pasado meláncolico y hasta romántico de una época que ya no volverá.. Tuve ocasión de utilizar el tren Vasco-Cantábrico, de Santander a San Sebastián, de vía estrecha, como los citados, y poco confortables. Eran lentos de por sí, pero admitían el famoso kilométrico que, a buen seguro, a las actuales generaciones no les sonará de nada, pero era muy útil, algo así como las tarjetas pre-pago de los móviles de ahora, se compraban kilómetros de viaje y se iban consumiendo en los itinerarios de ferrocarril de los desplazamientos hechos. Tendríamos que dejar constancia de los túneles por los que pasaban aquellos vetustos medios de transporte y tengo especial recuerdo del llamado “La Perruca”, uno de los más largos de entonces, bajo el Puerto de Pajares, entre León y Asturias, por cuanto, como los trenes eran de carbón, si no cerraban herméticamente las ventanillas, se producía una situación agobiante e irrespirable por el humo. Otro trayecto, éste sí que pintoresco, era el que hacía en la isla de Mallorca, entre Palma y Sóller, un trenecito casi diríamos que romántico, que discurría embutido en una vegetación exuberante con árboles frutales, que se tocan desde las ventanillas. No sé si existirá aún, creo que sí. Una última cita respecto a este tipo de trenes que han estado y aún algunos están prestando servicio desde hace muchos años y que podemos considerar como modestos y populares; se trata en este caso de uno muy peculiar, de corto trayecto pero de una gran utilidad. En efecto, miles y miles de madrileños han podido disfrutar de la Naturaleza y de la nieve en concreto, ascendiendo a los Puertos de Navacerrada y Cotos desde Cercedilla, pasando entre maravillosos paisajes y la presencia de bellos animales. Muy recomendable hacer ese viajecito para los que no lo conozcan.
Pero todo cambia, la ciencia avanza y ya en la época que podemos llamar “contemporánea”, los trenes de los que disfrutamos son espléndidos, muy cómodos, muy rápidos, con alguna excepción que al final comentaremos. Utilizamos los Ter, los Taf, ya desaparecidos, el Talgo, que fue sensación en su época dorada, aunque todavía ruedan por ahí (a Galicia y a Asturias fui en ellos no hace mucho), el Alaris, el Alvia y, finalmente, los modernos AVE. Qué sensación cuando nos plantamos en Sevilla en poco más de dos horas y, aún menos, en Zaragoza, en poco más de una, con una suavidad de rodaje –vamos a ser un poco exagerados en la afirmación- casi como el vuelo del avión. Y ahora, la excepción de que hablábamos (habrá más, seguro) que no es otra que un tren regional a Soria (ya saben, Las Edades del Hombre). En realidad no era un tren, pues sólo tenía un vagón y parecía un simple tranvía. A Soria viaja poca gente desde Madrid por ferrocarril de tal modo que íbamos unas doce personas y el revisor, muy agradable y comunicativo, por cierto, dándonos conversación mutuamente, por lo que las tres horas de trayecto se nos hicieron más livianas. Tantos años de tren dan para mucho.

martes, 17 de noviembre de 2009

LITERATURA Y LENGUAJE



Inmersos como estamos en la “vorágine” actual del Lenguaje que es el medio de expresión en la Literatura, que soporta los cambios que le imponen los usos y costumbres y los nuevos descubrimientos de la Ciencia, hurgando en los anaqueles que nos legaron nuestros antepasados, nos hemos encontrado con un curioso libro datado en 1902, centenario, por tanto, que escribió el profesor Mario Méndez Bejarano y prologó el eximio Nobel don José Echegaray. Como preludio consta un dictamen de la Real Academia Española a instancias del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Para escribir este trabajo vamos a sustentarnos en dicho Tratado, pues, en realidad, es tal, así como en otra publicación contemporánea, relativamente reciente se puede decir, del académico Fernando Lázaro Carreter, ya fallecido, titulado El dardo en la palabra, continuado por otro de parecido título, sólo anteponiendo al primer sustantivo el adjetivo nuevo y de semejante contenido.


El autor de la obra centenaria que comentamos la divide en doce Libros con sus correspondientes capítulos, epígrafes y subepígrafes consiguientes y que constituyen un tratado amplísimo y completo sobre la Literatura. Apuntamos alguno de ellos únicamente, por no hacer exhaustiva la lista: Concepto de la Literatura. Hace aquí el profesor Méndez Bejarano un distingo al hablar de la expresión (la etimología dice que Littera –Literatura- es tratado de aquélla), pero no toda expresión ha de considerarse literaria “puesto que en la vida vulgar todos hablamos y escribimos, sin que por eso pueda decirse que cultivamos la Literatura”. “... en este orden de expresión debe latir un elemento de belleza y, por consiguiente, de orden, del que carece la expresión vulgar”. Menciona luego a dos ilustres académicos de la Lengua de mediados del siglo XIX, don José Fernández Espino, autor de varios libros como “Literatura General” y “Estudio de Literatura y crítica”, que definía a la Literatura como el arte que imita la Belleza por medio del Lenguaje y, el segundo, don Francisco de Paula Canalejas y Casas, quien fue presidente de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid, que, en parecidos términos, hacía la afirmación de que era –la Literatura- manifestación artística del pensamiento humano por la palabra hablada o escrita. La Literatura como ciencia y como arte, La Preceptiva, La Retórica, La Estética, Sujeto del Arte Literario (El Escritor), Objeto del Arte Literario (La obra literaria), La Palabra-Del Lenguaje y, naturalmente, dedica también unos capítulos a la Poesía, a la Versificación.

Pero, volviendo a la expresión vulgar y la expresión literaria a que se alude más arriba, entramos en otros apartados relativos a la palabra y sentencia Méndez Bejarano que la literaria es un estado de la palabra superior al vulgar, en armonía con la alteza de su misión. “Comenzando por la dicción, veamos qué condiciones para el lenguaje vulgar indiferente son imprescindibles para la palabra literaria: Pureza, corrección, claridad, propiedad... La virtud de hablar con propiedad consiste en que exprese la idea de una manera exacta e íntegra” Viene a seguido un análisis exhaustivo que recoge los vicios y las impropiedades más frecuentes a la hora de expresarse incluso particularizándolos geográficamente y dando una especial importancia al laísmo y al leísmo, estos dos, por cierto, frecuentísimos en el habla de los ciudadanos de hoy día, aunque parece que entonces, también. Y esto nos da pie para desembocar en lo referente a esos otros libros que señalábamos al principio, “El dardo en la palabra” y su continuación “El nuevo dardo en la palabra”, de Lázaro Carreter , recopilando una serie de artículos periodísticos que había publicado el autor en varios medios impresos de España y América. Hace ahora cuatro años que escribíamos un artículo al respecto pero incidiendo más que en la utilización incorrecta de las palabras o de las frases, es decir, en los vicios de dicción, en la incorporación de vocablos absurdos y deleznables en cierto modo, al habla general, que se difunden y se acogen con rapidez por la sociedad y que, por aquello de la riqueza del idioma, llegan a ser bendecidos por la Real Academia Española. Lamentable es, de por sí, que cuando existen en español tantos y tantos sinónimos para llamar a una cosa, haya quien conculque las reglas por la imposición sistemática de tales giros o voces absolutamente incorrectos que se inventa no sabemos quién y que, con el tiempo, llegan a gozar, como decimos, del beneplácito de la Academia que los “legaliza”. El que fuera Director de la misma desde 1991, decía: “Procurar que el idioma mantenga una cierta estabilidad interna es un empeño por el que vale la pena hacer algo, si la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de comunicación dentro del grupo humano que la habla, constituyendo así el más elemental y a la vez imprescindible factor de cohesión social: el de entenderse” Y seguía refiriéndose a las dos tensiones existentes, la de permanecer y la de cambiar, esta última manifiesta una indisciplina que hace peligrar la intercomunicación entre millones de hablantes. En los párrafos transcritos del ilustre académico está, creemos, la clave del asunto y recalcamos el término de indisciplina, que tiene mucho que ver con ello; ¿acaso es lo mismo incorporar cliché, parqué, chalé, para cuyas palabras no teníamos en castellano otras semejantes, que relax (existe relajamiento) o fútbol (que equivale en nuestro idioma a balompié, que ya sabemos que se ha quedado en desuso, pero que definía con toda precisión el deporte practicado con los pies y una pelota?) De todos modos, estas dos últimas las incorporó la Academia utilizando los anglicismos de donde provenían, pero ¿qué decir de estas otras “perlas” del lenguaje de la calle más absurdo e impropio como cuánto me mola, comer el coco y la más famosa de gilipollas, cuando ya teníamos otro término cuya acepción es idéntica al que ahora se ha admitido, que era gilí sin necesidad de añadirle nada?. El “lenguaje” de los mensajes telefónicos SMS que, en aras de una supuesta comodidad y economía, está acabando con las comas, los puntos y los acentos gráficos y donde no se distingue la ortografía de la B y la V, de la Q y la K, de la H, etc., ¿lo tendremos que asumir también?


Parece que estas cosas son derivadas de la relajación existente en el acercamiento a la Cultura y, principalmente, de esa lacerante indisciplina que sufre el lenguaje porque hoy se llama cultura a cualquier cosa. Sería más lógico que los ilustres académicos y los que se dedican a la docencia de las Letras trataran de “entrar” en las mentes de esos individuos que se inventan palabras raras e incorrectas, para que se corrigieran y no al revés porque, si no, lo de “limpia, fija y da esplendor”, con todos los respetos, parece contradictorio con la realidad.


Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ