miércoles, 3 de febrero de 2010

LA MÍSTICA


Me había comprometido hace unos meses con la Directora de CORONDEL con motivo de una breve pero enjundiosa estancia suya en Madrid para recoger un premio de poesía, a enviarle un artículo para la revista sobre un tema que, dada la alta significación e importancia de la materia de que se trata, me hacía dudar y mucho, por mi casi nula capacidad teológica e insuficiencia literaria, de poder abordarlo y estos condicionantes me habían sumido en una profunda pereza. Pero ahora, aprovechando la relación epistolar informática que mantenemos de vez en cuando, me recuerda María Teresa Espasa que considera en pie mi palabra y voy a ver qué me sale.

En verdad que yo tenía una antigua intención de escribir algo en relación con el título que encabeza estas líneas, sobre todo para rendir un modesto tributo de admiración y respeto a la figura y la obra de dos preclaros paisanos míos, expresión viva e intensa del misticismo en su más profunda concepción, que les situó a la cabeza de tal movimiento teológico-literario a lo largo de los tiempos: la santa de Ávila Teresa de Jesús y el fontivereño Juan de Yepes, San Juan de la Cruz. Y aludo al paisanaje porque en las hagiografías de ambos se hace mención a sus estancias en mi ciudad de nacimiento, Arévalo, en una de las cuales, coincidente la madre Teresa con Fray Diego de Yepes, que fue prior de El Escorial y obispo de Tarazona, le oyó referir a la madre Teresa el origen espiritual de Las Moradas, cuyo nombre, incluso, le fue revelado por el Señor. Sabido es y ahora incuestionable, que la Santa nació en Ávila pero habría que decir que hubo un tiempo y unos autores que atribuían su cuna al pueblo de Gotarrendura, muy próximo a la capital; está demostrado que no fue así y que, quizá, obedeciera a que podría haber sido en el siglo XVI un anexo de la ciudad amurallada.

En la literatura mística, ya en el siglo XIII, tuvimos como precursor a Raimundo Lulio, quien tras una visión mística, corrigió el ritmo de sus galanteos y aventuras juveniles y rehizo su vida, dejándonos su Cántico del amigo y del amado, pero fue en el XVI cuando, además de algunos escritores también ascéticos, como Francisco de Osuna, San Juan de Ávila y el mismo Santo Tomás de Villanueva, emergen brillantemente los dos abulenses ya citados. Teresa escribió poco en verso, prácticamente testimonial; fue su prosa “en estilo intencionalmente desaliñado y con abundantes giros populares” como queriendo ponerse en línea con la capacidad de entendimiento de quien no tenía la altura de su inspiración divina. Se dice que su prosa alcanzaba una calidad que no se daría hasta el propio Cervantes. Fue la gran reformista de la Orden carmelitana a la que devolvió a la antigua observancia y la gran fundadora, que sembró de monasterios la geografía del país, faceta que recoge profusamente su Libro de las Fundaciones. Siguiendo la “vía purgativa” característica del ascetismo, escribió Camino de perfección. Y coetáneo con su obra maestra, Las Moradas o Castillo interior, fue el Libro de su vida, interesante autobiografía, amén de dejarnos una amplia y curiosa correspondencia epistolar. Esta egregia mujer, recia y vigorosa en lo espiritual y frágil en lo corporal como da a entender al iniciar la escritura de sus Moradas, se erigió en la primera Doctora de la Iglesia, designada por Pablo VI en 1970. No puedo sustraerme a recoger lo que de ella dijo Fray Luis de León como escritora mística: En la alteza de las cosas que trata, y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios, y en la forma de decir, y en pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con ellos se iguale.

San Juan de la Cruz, más joven que ella, por lo que podríamos decir que fue su discípulo, se constituyó en un fiel y entusiasta colaborador de la Santa en su tarea reformista del Carmelo, acompañándola en sus viajes, sobre todo por Castilla, aunque fue significativa su presencia en otros lugares como Úbeda y Baeza, en tierras de Jaén, donde murió en 1591. Tuvo que padecer la hostilidad de sus superiores calzados lo que, con el tiempo, le llevó a prisión en Toledo. Antes había permanecido varios años en el convento de la Encarnación de Ávila, en el que dejó una huella indeleble y del que salieron decenas de monjas para repoblar los primitivos monasterios de descalzas. Soportando, ya en Segovia, infinidad de situaciones, podríamos decir que hasta crueles, hostigándole y despreciándole, fue donde, ante la Cruz de Cristo, le pidió al Señor el padecer y ser despreciado.

La obra literaria del “frailecillo” –era muy bajo de estatura- fue sobre todo en verso, utilizando la lira como modalidad poética y solamente se puede mencionar en prosa su Subida al Monte Carmelo, que no es sino un comentario a su impresionante Noche oscura del alma. Él rechazaba la idea de lo visible y lo creado al escribir su poesía porque se concentraba en sí mismo para no ver sino lo invisible y lo increado; de ahí que algunos consideren sus composiciones poco asequibles por el subjetivismo intenso e inspirado en el amor divino. Ya como final testimonio de todo cuanto queda dicho, es oportuno ilustrar con un fragmento de sus Coplas del alma que pena por ver a Dios este modesto trabajo que, como al principio digo, tenía comprometido:

Vivo sin vivir en mí

y de tal manera espero

que muero porque no muero.

En mí yo no vivo ya

y sin Dios vivir no puedo;

pues sin él y sin mí quedo,

este vivir ¿qué será?

Mil muertes se me hará,

pues mi misma vida espero,

muriendo porque no muero.

...........................

...........................

Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

(Revista Literaria CORONDEL, Valencia, Octubre 2007)