viernes, 23 de octubre de 2009

LOS REGALOS



Entre las costumbres sociales más practicadas que podríamos calificar de obligado cumplimiento, tenemos que considerar el regalo, la dádiva. ¿Quién a lo largo de su vida no ha hecho o recibido alguno? Es una como una norma incardinada en la sociedad que se remonta a tiempos imposibles de precisar, puesto que en nuestros intentos de averiguarlo hemos llegado a épocas anteriores a J.C. con la celebración de las fiestas romanas de las calendas y las idus, en las que ya se practicaba pero más por rito obligado que por convicción afectiva o cariñosa. Al margen de esto, el regalo en términos estrictos tiene o debería tener un componente afectivo pero, ahora, hay muchas vertientes que desvirtúan esa esencia propia de cariño y aprecio hacia el receptor del mismo por parte de quien lo hace.
No vamos a considerar al mundo de los niños cuando llegan las fiestas de Navidad o Reyes, ya sean los obsequios de los Magos o de Santa Claus o, como ellos dicen, Papá Noel. Los mayores, en esas fechas y a lo largo del año, se hacen regalos mutuamente pero, como decimos antes, no siempre obedecen a un impulso de gratitud, de admiración o de amor. Muchas veces vamos a remolque del enfoque comercial que tienen determinadas fechas y que promocionan generalmente los grandes centros con la adhesión lógica de los pequeños establecimientos, pero aquí se pierde la espontaneidad y la frescura del hecho puntual que caracterizaba al regalo sincero y afectivo de toda la vida.
Pero si nos perdemos ya en el ámbito de la variedad y de la motivación que tenemos para regalar algo a alguien, sería demasiado. No es fácil en estos tiempos elegir aquello que pretendemos sea del agrado del recipiendario porque se dice que tiene de todo; entonces nos rompemos la cabeza y, al final, a lo mejor cargamos con una cosa que no agrada especialmente a nuestro obsequiado o, a lo peor, ya lo tenía. De ahí que, cuando se trataba de corresponder a la invitación a un enlace matrimonial antes de que existieran las famosas las famosas “listas de bodas” que surgieron hace tiempo, los futuros contrayentes recibían numerosos juegos de café, cristalerías de todo tipo, lámparas… Fueron aquéllas un alivio para la incertidumbre que se nos presentaba a la hora de la decisión electiva. Pero esto tampoco fue la panacea porque –todos sabemos- los interesados llegaban en muchos casos a un acuerdo con la firma comercial para cambiar unas cosas por otras que no estaban en la citada lista, por lo que nunca sabíamos cuál habría sido el regalo procedente de nuestra decisión. Ahora, ya más recientemente, los novios se acogen a una idea que, esa sí, disipa por completo las dudas del invitado: el número de una cuenta bancaria a la que podemos hacer el ingreso correspondiente y no hay ningún problema, se hace el mismo proporcionado a lo que calculamos será el coste del banquete, si acaso un poquito más y todos contentos. Esta fórmula viene funcionando bien, aunque la discrecionalidad que suponía la compra directa del regalo (objeto) se ha perdido porque ahora se sabe cuánto nos gastamos.
Sería curioso relatar la infinidad de situaciones que comportan y definen la importancia, la calidad y la justificación en suma del regalo, unas veces porque nos sale del alma cuando se lo hacemos a la esposa/o, a los hijos, nietos o grandes amigos y otras, porque no tenemos más remedio al mediar el indirecto provecho propio (no piense nadie que vamos al hilo, al decir esto, de los presuntos escándalos que nos abruman ahora y antes); hablamos, por ejemplo de esos pisos o apartamentos que determinados maridos infieles regalan a sus “amiguitas” u otros presentes por el estilo y precio. En un plano menor, los obsequios en especie que los bancos dan a sus clientes a cambio de depósitos, nóminas domiciliadas, etc. y estos sí que tributan a la Hacienda pública, pero no vamos a seguir la retahíla. El regalo, en suma, es intrínsecamente un detalle de cortesía, afabilidad y, a veces, de elegancia que se agradece en cualquier caso como corresponde. Pero hay uno absolutamente impagable por lo valioso: cuando nace un niño, a los padres y los abuelos no se les puede gratificar mejor en esta vida. ¡Qué lástima que haya quien no comparta esta evidencia que la Naturaleza nos ofrece!

Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

domingo, 11 de octubre de 2009

EL MAESTRO



Hace unos días hemos conocido un episodio verdaderamente lamentable y penoso ocurrido en Valencia (no sé ahora si en la capital o en alguno de los pueblos de la provincia), ha muerto un ciudadano que se hallaba en coma como consecuencia, según parece, de una agresión presuntamente cometida por un alumno; se trataba, lógicamente, de un profesor.
No es nuevo este hecho puesto que, aunque sin efectos tan trágicos, se vienen produciendo cosas así con más frecuencia de la fuera de desear, es decir, no sería de desear nunca. ¿De dónde viene el germen de esta situación? La figura del profesor o del maestro, que éste es el término paradigmático de siempre, aunque más de épocas pasadas, era algo así como un ejemplo a seguir, como un ser al que se le consideraba y respetaba con vehemencia, alguien a quien todos le debían el mérito y el trabajo bien hecho para situar a niños y jóvenes que le encomendaban sus padres para que su vida en la sociedad en la que se iban a ver inmersos les resultara más fácil y gratificante. Los educandos pequeños veían al maestro como su segundo padre o madre y los más mayores fiaban a él sin condiciones la adquisición de los conocimientos que necesitaban para desarrollarse y poder competir con éxito ante los horizontes más comprometidos que la educación superior y la universitaria, en su caso, les iban a exigir. Citar a don Fulano o don Mengano, que eran sus maestros, suponía un respeto y una gratitud incuestionables.
A lo largo de los tiempos, incluso en éstos que vivimos, hemos sabido de agasajos y homenajes sin cuento a estos sacrificados profesionales de la enseñanza cuando ya los años les han apartado del ejercicio de su noble función social. Sus antiguos alumnos, amigos y familiares se han volcado y rivalizado en sentirse como seres privilegiados por haber contado con un preceptor tan cariñoso, tan esforzado, tan eficaz con ellos. Y en televisión y en el cine la figura del maestro ha sido tratada no pocas veces, mostrando sus virtudes y dejando patentes sus carencias y sus precariedades económicas.
Hoy día los profesores –utilicemos ya el término más actual- ya no están tan mal considerados en el aspecto salarial, pero han pasado de ser ídolos de sus alumnos al desdén, la falta de respeto o la vejación en bastantes casos. Me preguntaba al principio por el germen de este cambio drástico y lamentable. Las costumbres han degenerado sustancialmente en facetas de la vida como éstas; por lo pronto, a un docente, del grado que sea, no se le habla de usted en muchas ocasiones aunque la diferencia de edad sea considerable, los padres no le respaldan en bastantes casos, se les discute y se les niega la facultad que siempre han tenido de mantener la disciplina al menos en la clase, se trata de llevar la iniciativa por parte de los alumnos, unas veces por sí mismos y otras, amparados en leyes o normas que les permiten disponer a su antojo de las horas lectivas y tomar la decisión si les apetece, de dejar de asistir a clase con el sólo aviso de que lo van a hacer; esto, legalmente, está autorizado. ¿Dónde se ha visto semejante disparate? De aquellos polvos vienen estos lodos y las agresiones seguirán mientras no se ponga coto a ellas como sea.
Termino con una anécdota si se quiere llamar así, ocurrido cuando yo estudiaba los últimos cursos del antiguo bachillerato universitario. Se daba la circunstancia de que acababa de incorporarse un joven profesor de matemáticas que, casualmente, era tío carnal de dos de mis compañeros, los que en la vida privada, como es normal, le tuteaban; en la clase, como todos los demás, le trataban de usted y él a nosotros también. No les fue fácil acostumbrarse, pero es que muchas veces hay que guardar las formas. ¡Ah! Y que no se me hable de hipocresía, por favor.