miércoles, 22 de diciembre de 2010

LA PLACIDEZ

No sé si en estos tiempos de inquietud por todo, escribir sobre esta situación anímica del hombre se puede considerar un sarcasmo porque la etimología de la palabra “cualidad de plácido”, implica todos estos adjetivos: quieto, sosegado, sin perturbación, grato y apacible. Hubo un hombre (luego fue santo) en el siglo V llamado así, Plácido, que, según se cuenta, murió plácidamente en su lecho de Monte Casino aunque parece ser que no fue así si tenemos presente que otras versiones nos lo dan como un mártir de la fe que fue más o menos decapitado. Lo cierto es que, pese a las turbulencias y negros augurios que nos persiguen ahora, podemos encontrar aún reconfortantes escenas que, al menos efímeramente, nos hacen ver esa quietud, sosiego y apacibilidad.

No hay más que darse una vuelta por los parques de las ciudades y las plazas recónditas de pequeños pueblos para ver esos cándidos grupitos de mayores ya descargados de obligaciones laborales y no sólo ancianos, que desafían nuestras inquietudes sentados al sol o a la sombra, según proceda, mostrándonos esa paz, ese sosiego envidiables que la gran mayoría de las personas quisieran tener. ¿Hay que llegar a viejo para eso? Bueno, ellos también tienen lo suyo.

Al hilo de esto, me gustaría relatar un hecho anecdótico del que tuve ocasión de ser protagonista. Me encontraba yo casi en situación de placidez, sentado en un parque madrileño contemplando el verdor circundante y, a la vez, entre los árboles que flanqueaban esa glorieta, la figura enhiesta y majestuosa de la torre de la televisión, cuando se me acercó pausadamente un personaje ya mayor, tímido en principio, quien tras saludar escuetamente, se sentó a mi lado; yo diría que llevaba “puesta” la placidez en su semblante. Bien, en un par de minutos y creo que so pretexto de entablar conversación, plácida, tranquila, por supuesto, preguntó sobre la parada más próxima de autobús que podría llevarle de regreso a su lugar de residencia de mejor forma; traté de sugerirle lo que yo estimaba más fácil y él asintió. Y ya, con sosiego, sin duda feliz (luego comprobé que se llamaba Feliz de apellido) por vislumbrar cierta receptividad en mí, se puso a hablar y me relató una larga serie de episodios que, no por larga, dejó de interesarme. Se trataba de un fraile franciscano ya liberado de sus tareas evangélicas, dada su edad, que vivía en un convento muy cercano al parque de El Retiro, pero en esta ocasión se había hecho unos kilómetros andando ¿quizá buscando la placidez? Había estado en las misiones del Perú, lo que trató de adverar enseñándome una zampoña, instrumento muy usual allí, que llevaba en una bolsa. Me refirió detalles de su formación religiosa y hasta sabía que en mi pueblo existía una comunidad de monjas de su orden. Pero lo más sorprendente fue el comprobar qué memoria tan prodigiosa tenía cuando me dijo que no había olvidado la lista de partidos judiciales de cada provincia y me lo demostró empezando por Alicante, Albacete y, finalmente, para no hacer la nómina más exhaustiva, Zamora, su tierra. Estuvimos hablando más de una hora y en ese tiempo no pueden imaginarse la cantidad de temas que tocamos, pero él hablaba y yo escuchaba muy interesado y no tuvo inconveniente en manifestar que rezaba por Rodríguez Zapatero todos los días, ya ven, también la política entró en escena. A la hora de despedirnos pusimos las cartas de la edad boca arriba y me hizo verificar que tenía 89 años. Él, tranquilo, pleno de placidez, emprendió el regreso a su convento y yo puedo contar ahora, muy sintetizado todo lógicamente, esta experiencia simpática de un fraile viejecito pero con unos arrestos increíbles.

Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

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