martes, 11 de mayo de 2010

EL ALTAVOZ

A la hora de titular un artículo no siempre se hace con la precisión y la propiedad que cabría suponerse respecto al texto que va seguido, aunque se procura, al menos, aproximarse con una metáfora al asunto de que se trata. Este puede ser uno de esos casos, puesto que nada tiene que ver, si no es –como decimos- de modo metafórico, ese útil y ya antiguo invento científico que nos permite escuchar con suficiente volumen la palabra o la música que a través de un micrófono se transmite. Pero es que algunas personas tienen “incorporado” permanentemente un altavoz a sus cuerdas vocales y por eso nos obsequian, sin pedírselo nadie, con sustanciosas y enjundiosas conversaciones con sus interlocutores de proximidad en el autobús, en la consulta del médico, en la cola del cine o en la de comprar el pan y en muchas otras circunstancias.
Eso de hablar alto en público se lleva mucho y se dice que los españoles tenemos la patente de tan arraigada locución y también, quizá, del ruido en general; pues qué orgullosos podemos estar de ese vicio tan común. Parece que en ello (no debemos generalizar) el alto tono del habla de algunos es inversamente proporcional al grado cultural que se tenga; si es bajo, la tendencia es a elevar la voz sin que le importe a quien lo hace que nadie tenga el menor interés en escuchar los “relatos o chismes” que contienen frecuentemente tales conversaciones. Ya teníamos bastante con esto para que ahora la fiebre de los teléfonos móviles contribuya a hacernos “más cómoda” la duración de esas esperas para apearnos del medio de transporte que obligadamente hemos de utilizar o de que nos llegue el turno en las consultas o ante las ventanillas de los trámites que tengamos que hacer.
Uno es particularmente inclinado a afrontar en silencio y con tranquilidad esos tiempos que todos tenemos que emplear rodeados de gente hasta que nos llegue el momento de despachar lo que sea y si, por casualidad, se coincide con algún conocido o amigo en cuyo caso, lógicamente, hay que hablar, es preferible hacerlo lo más íntimamente posible porque nadie tiene por qué enterarse de lo que contamos a nuestro interlocutor o viceversa. Pero hay quien no piensa así y da rienda suelta a su espontaneidad verbal habitual sin reparar en dónde se encuentra y quiénes comparten el espacio y la situación con él en un momento determinado.
Pero no sólo es llamativo el hecho de que la intensidad de decibelios verbales supere lo razonable en términos ordinarios, no ya técnicos, sino que la verborrea en que se incurre muy a menudo por parte de quien le gusta que le escuchen sin escuchar a los demás, es manifiesta y ya lo dice el refrán: quien mucho habla, mucho yerra. Así es que, señores, procuremos comportarnos como requiere la buena convivencia y hablemos con prudencia y en tonos acordes con el respeto que nos debemos unos a otros, puesto que no hay necesidad de levantar la voz salvo en casos en que nos dirijamos a personas que, lamentablemente para ellas, están afectadas por una hipoacusia más o menos significada.

Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ

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