sábado, 12 de diciembre de 2009
AGRICULTURA Y AGRICULTORES
No han sido pocas las protestas que han llevado a cabo tanto en Madrid como en capitales de provincia o cabeceras de comarca, donde han llegado a regalar camiones enteros de productos del campo como señal de ese descontento. La última, hace unas semanas, fue masiva y repercutió de manera importante en los medios de comunicación. En verdad que no sé si sirvió para algo; probablemente se habrá escapado de boca de los políticos alguna promesa o expectativa de actuación que ya veremos si cristaliza en algo concreto.
Los que nacimos en una tierra donde la agricultura estaba consagrada como la primera actividad, si acaso acompañada por un comercio de relativa importancia y una industria, entonces, poco menos que nula, vivimos una infancia y una primera juventud rodeados de signos y actividades intensamente rurales, aunque nuestro medio de vida no dependiera directamente de los mismos pero sentíamos como nuestra la vida de esos hombres y mujeres esforzados cuando los medios de producción mecánicos y técnicos no existían y eran sus brazos los que, con la ayuda de los animales, sembraban, cuidaban la tierra y recogían el fruto. Naturalmente, este deterioro que acusa ahora el agro español influye sobremanera en nuestro ánimo y nos gustaría poder hacer algo por evitarlo.
Pero vean este titular de un periódico reciente: Del campo a la mesa, la comida se encarece casi el 500% de media, ¡que barbaridad! Y éste de otro diario: Demanda de precios justos para un mercado sin abusos. No se puede comprender por qué cuando el kilo de aceitunas se paga en origen a 0´45€ puede llegar a venderse al consumidor a 3´90, es decir, con un incremento del 764% o la cebolla con un 1.633% y las patatas y las zanahorias con el 1.100% e infinidad de productos más. Pero decimos que no se puede comprender y lo cierto es que si analizamos el proceso sí que nos lo explicamos. Veamos: al labrador se le paga a pie de tierra, como hemos leído, una miseria; si hemos de creerle (puede que tenga razón) tiene que estar descorazonado y a punto de tirar la toalla pero resiste y protesta. Mientras, el que se queda con la producción, se lo transfiere a un tercero y cuando la cosa llega al que se lo vende al público, habrá pasado, quizás, por más manos. ¿Cómo no nos vamos a explicar esos brutales incrementos entre el origen y el destino. Estamos convencidos de que la fórmula usual de tiempos ya prescritos en que el agricultor, muchas veces de pequeñas explotaciones familiares, iba a ciudades importantes próximas, generalmente cabeceras de comarca o capitales de provincia y ofrecía frutas y hortalizas excelentes a precios muy razonables, claro, no había intermediarios y menos especuladores. La cadena de distribución actual necesita, imprescindiblemente, de los primeros aunque con menos escalas de las que ahora existen, pero nunca de los otros. La teoría del libre comercio legalmente lo impide pero ¿esto es justo? No, evidentemente.
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
domingo, 29 de noviembre de 2009
LA INDUMENTARIA
Pero puede ser interesante al hacer un análisis, si se quiere un tanto frívolo, volver al recuerdo paulatino de los comportamientos de la humanidad a la hora de presentar ante los demás su habitual indumentaria. No vamos a llegar hasta la Prehistoria por muy avanzados que consideremos algunos de sus períodos porque lo que suponemos que existía es tan remoto que sólo a través de la imaginación de quienes nos lo presentaron nos podríamos hacer una idea más que subjetiva de la realidad de tantos y tantos siglos atrás. No sé si las pinturas rupestres que nos han quedado podrán ser fiables pero no debemos hilar tan fino. Lo cierto es que si nos acercamos ya a las representaciones, sobre todo escultóricas, de la mitología tanto griega como romana, parece que aquello que los artistas nos hacían ver como figuras humanas, carecía de toda ropa que no fuera un sutil velo como mucho, puesto que la Venus de Milo o el Apolo Belvedere, por ejemplo, lucen gran parte de su cuerpo o todo, en el segundo caso. Esto no es más que un apunte genérico que no nos lleva adonde queremos llegar.
Si arrancamos de los principios de nuestra era, en la época de Jesucristo, encontramos que la inspiración de los artistas plasma principalmente un ropaje compuesto por túnicas largas con cíngulo y sandalias y los césares romanos solían aparecer con atuendos amplios, generalmente blancos y envolventes y su corona de laurel. Vamos más cerca de nuestros tiempos (con toda la extensión que se quiera dar a éstos) y situémonos ya en la época de las casacas y las pelucas de los genios de la música del barroco, del clasicismo o del romanticismo, ¿quién no ha visto una imagen de Bach, Mozart o Beethoven de tal guisa?, de los reyes o los nobles de la Corte o de los miriñaques de Las Meninas, por ejemplo, que fueron dando paso a otras formas de vestir, sin olvidar a los vistosos y abigarrados uniformes militares, con su morrión y charreteras o los vestidos de las tropas del Duque de Alba, atuendos ahora utilizados como trajes de gala en determinadas ceremonias como, asimismo, las antiguas dalmáticas que siguen usando los actuales maceros de las Corporaciones.
Pero ya en lo que podríamos llamar, haciendo una pirueta en el tiempo, “años contemporáneos”, algunos de los que todavía vivimos alcanzamos a conocer las formas de vestir de hombres y mujeres que, en esencia, eran para éstas basándose en el corpiño y falda hasta el suelo, tocadas en muchos casos con un sombrerito que a veces era un sombrerazo, y en cuanto a los hombres, traje completo y también sombrero, más común, aunque, según las escalas sociales, se sustituía por la popular boina o gorrilla. Los que vivían en el campo, obviamente, no se atenían a estas reglas del vestir. Otra cosa eran las peculiaridades regionales o locales: las tradiciones que ahora podemos ver en Valencia con los falleros, en Madrid con los chulapos o chisperos y en otros muchos lugares de España con sus fiestas y exaltaciones de lo antiguo, cosas que ya no son usuales en la vida normal. Todo ha cambiado aunque, haciendo honor a la verdad, hay razas o colectividades de individuos con un arraigo tan ancestral a sus costumbres milenarias como los árabes, los hindúes y otras, que siguen ostentando públicamente sus vestiduras de siempre, en especial las mujeres, pero no nos vamos a meter en estas cosas.
Ahora bien, la idea que yo tenía en la cabeza no tiene nada que ver con esas historias más o menos rancias o anacrónicas que he comentado. Pretendo hablar de los tiempos actuales, concretamente de la segunda mitad del siglo pasado hasta hoy. Es cuando verdaderamente hemos notado un giro espectacular de la gente en este tema tan universal. El traje-traje compuesto de chaqueta o americana (según quiera llamárselo) y pantalón clásico, complementado con corbata o pajarita, se ha llevado toda la vida, desde largo tiempo atrás. En casos muy concretos con la cobertura de la típica capa o pañosa, pero esto último ha quedado sólo para los románticos y hay asociaciones conservadoras de tal prenda. Bueno, pues, hasta los años cincuenta / sesenta del siglo XX, el traje era imprescindible y hasta obligado en muchos ámbitos de la sociedad, por ejemplo en oficinas públicas o privadas o en determinadas profesiones; ahora se ha dado el caso de que un juez ha avalado el despido de un agente comercial por ir vestido inadecuadamente teniendo cuenta su cometido, naturalmente, no llevaba traje. En esa época yo recuerdo que en las terrazas de los cafés, en verano, no permitían sentarse sin chaqueta y, por supuesto, en los conciertos nadie prescindía de tal indumentaria, por exigencias de la organización o por voluntad propia de los asistentes. Hoy se va en vaqueros, en camisa y sin corbata. Y a propósito de esta decadencia en el vestir, se nos da en estos días el dato de que hace unos años había en España unos cinco mil sastres, ahora sólo quedan quinientos. Hablamos de los confeccionadores de estas prendas a medida que, por término medio, cobran unos mil euros; en las tiendas o grandes superficies se pueden comprar por 250 a 300.
Y ahora voy a terminar con los jóvenes quienes, a buen seguro, me tomarán manía si no lo han hecho ya por escritos anteriores sobre ellos. Pero, díganme ustedes si no es razonable al menos una pizca de perplejidad cuando vemos a algunos que llevan los pantalones literalmente colgando, pisándose los bajos y exhibiendo impúdicamente la hendidura que los glúteos forman en la zona donde acaba la espalda o, en el caso de las chicas, la exposición a la contemplación pública del ombligo y una amplia zona circundante hasta límites sumamente comprometidos. Esto es la libertad de cada cual, pero el decoro es el decoro, señores.
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
lunes, 23 de noviembre de 2009
LOS TRENES
Pero todo cambia, la ciencia avanza y ya en la época que podemos llamar “contemporánea”, los trenes de los que disfrutamos son espléndidos, muy cómodos, muy rápidos, con alguna excepción que al final comentaremos. Utilizamos los Ter, los Taf, ya desaparecidos, el Talgo, que fue sensación en su época dorada, aunque todavía ruedan por ahí (a Galicia y a Asturias fui en ellos no hace mucho), el Alaris, el Alvia y, finalmente, los modernos AVE. Qué sensación cuando nos plantamos en Sevilla en poco más de dos horas y, aún menos, en Zaragoza, en poco más de una, con una suavidad de rodaje –vamos a ser un poco exagerados en la afirmación- casi como el vuelo del avión. Y ahora, la excepción de que hablábamos (habrá más, seguro) que no es otra que un tren regional a Soria (ya saben, Las Edades del Hombre). En realidad no era un tren, pues sólo tenía un vagón y parecía un simple tranvía. A Soria viaja poca gente desde Madrid por ferrocarril de tal modo que íbamos unas doce personas y el revisor, muy agradable y comunicativo, por cierto, dándonos conversación mutuamente, por lo que las tres horas de trayecto se nos hicieron más livianas. Tantos años de tren dan para mucho.
martes, 17 de noviembre de 2009
LITERATURA Y LENGUAJE
Inmersos como estamos en la “vorágine” actual del Lenguaje que es el medio de expresión en la Literatura, que soporta los cambios que le imponen los usos y costumbres y los nuevos descubrimientos de la Ciencia, hurgando en los anaqueles que nos legaron nuestros antepasados, nos hemos encontrado con un curioso libro datado en 1902, centenario, por tanto, que escribió el profesor Mario Méndez Bejarano y prologó el eximio Nobel don José Echegaray. Como preludio consta un dictamen de la Real Academia Española a instancias del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Para escribir este trabajo vamos a sustentarnos en dicho Tratado, pues, en realidad, es tal, así como en otra publicación contemporánea, relativamente reciente se puede decir, del académico Fernando Lázaro Carreter, ya fallecido, titulado El dardo en la palabra, continuado por otro de parecido título, sólo anteponiendo al primer sustantivo el adjetivo nuevo y de semejante contenido.
El autor de la obra centenaria que comentamos la divide en doce Libros con sus correspondientes capítulos, epígrafes y subepígrafes consiguientes y que constituyen un tratado amplísimo y completo sobre la Literatura. Apuntamos alguno de ellos únicamente, por no hacer exhaustiva la lista: Concepto de la Literatura. Hace aquí el profesor Méndez Bejarano un distingo al hablar de la expresión (la etimología dice que Littera –Literatura- es tratado de aquélla), pero no toda expresión ha de considerarse literaria “puesto que en la vida vulgar todos hablamos y escribimos, sin que por eso pueda decirse que cultivamos la Literatura”. “... en este orden de expresión debe latir un elemento de belleza y, por consiguiente, de orden, del que carece la expresión vulgar”. Menciona luego a dos ilustres académicos de la Lengua de mediados del siglo XIX, don José Fernández Espino, autor de varios libros como “Literatura General” y “Estudio de Literatura y crítica”, que definía a la Literatura como el arte que imita la Belleza por medio del Lenguaje y, el segundo, don Francisco de Paula Canalejas y Casas, quien fue presidente de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid, que, en parecidos términos, hacía la afirmación de que era –la Literatura- manifestación artística del pensamiento humano por la palabra hablada o escrita. La Literatura como ciencia y como arte, La Preceptiva, La Retórica, La Estética, Sujeto del Arte Literario (El Escritor), Objeto del Arte Literario (La obra literaria), La Palabra-Del Lenguaje y, naturalmente, dedica también unos capítulos a la Poesía, a la Versificación.
Pero, volviendo a la expresión vulgar y la expresión literaria a que se alude más arriba, entramos en otros apartados relativos a la palabra y sentencia Méndez Bejarano que la literaria es un estado de la palabra superior al vulgar, en armonía con la alteza de su misión. “Comenzando por la dicción, veamos qué condiciones para el lenguaje vulgar indiferente son imprescindibles para la palabra literaria: Pureza, corrección, claridad, propiedad... La virtud de hablar con propiedad consiste en que exprese la idea de una manera exacta e íntegra” Viene a seguido un análisis exhaustivo que recoge los vicios y las impropiedades más frecuentes a la hora de expresarse incluso particularizándolos geográficamente y dando una especial importancia al laísmo y al leísmo, estos dos, por cierto, frecuentísimos en el habla de los ciudadanos de hoy día, aunque parece que entonces, también. Y esto nos da pie para desembocar en lo referente a esos otros libros que señalábamos al principio, “El dardo en la palabra” y su continuación “El nuevo dardo en la palabra”, de Lázaro Carreter , recopilando una serie de artículos periodísticos que había publicado el autor en varios medios impresos de España y América. Hace ahora cuatro años que escribíamos un artículo al respecto pero incidiendo más que en la utilización incorrecta de las palabras o de las frases, es decir, en los vicios de dicción, en la incorporación de vocablos absurdos y deleznables en cierto modo, al habla general, que se difunden y se acogen con rapidez por la sociedad y que, por aquello de la riqueza del idioma, llegan a ser bendecidos por la Real Academia Española. Lamentable es, de por sí, que cuando existen en español tantos y tantos sinónimos para llamar a una cosa, haya quien conculque las reglas por la imposición sistemática de tales giros o voces absolutamente incorrectos que se inventa no sabemos quién y que, con el tiempo, llegan a gozar, como decimos, del beneplácito de la Academia que los “legaliza”. El que fuera Director de la misma desde 1991, decía: “Procurar que el idioma mantenga una cierta estabilidad interna es un empeño por el que vale la pena hacer algo, si la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de comunicación dentro del grupo humano que la habla, constituyendo así el más elemental y a la vez imprescindible factor de cohesión social: el de entenderse” Y seguía refiriéndose a las dos tensiones existentes, la de permanecer y la de cambiar, esta última manifiesta una indisciplina que hace peligrar la intercomunicación entre millones de hablantes. En los párrafos transcritos del ilustre académico está, creemos, la clave del asunto y recalcamos el término de indisciplina, que tiene mucho que ver con ello; ¿acaso es lo mismo incorporar cliché, parqué, chalé, para cuyas palabras no teníamos en castellano otras semejantes, que relax (existe relajamiento) o fútbol (que equivale en nuestro idioma a balompié, que ya sabemos que se ha quedado en desuso, pero que definía con toda precisión el deporte practicado con los pies y una pelota?) De todos modos, estas dos últimas las incorporó la Academia utilizando los anglicismos de donde provenían, pero ¿qué decir de estas otras “perlas” del lenguaje de la calle más absurdo e impropio como cuánto me mola, comer el coco y la más famosa de gilipollas, cuando ya teníamos otro término cuya acepción es idéntica al que ahora se ha admitido, que era gilí sin necesidad de añadirle nada?. El “lenguaje” de los mensajes telefónicos SMS que, en aras de una supuesta comodidad y economía, está acabando con las comas, los puntos y los acentos gráficos y donde no se distingue la ortografía de la B y la V, de la Q y la K, de la H, etc., ¿lo tendremos que asumir también?
Parece que estas cosas son derivadas de la relajación existente en el acercamiento a la Cultura y, principalmente, de esa lacerante indisciplina que sufre el lenguaje porque hoy se llama cultura a cualquier cosa. Sería más lógico que los ilustres académicos y los que se dedican a la docencia de las Letras trataran de “entrar” en las mentes de esos individuos que se inventan palabras raras e incorrectas, para que se corrigieran y no al revés porque, si no, lo de “limpia, fija y da esplendor”, con todos los respetos, parece contradictorio con la realidad.
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
viernes, 23 de octubre de 2009
LOS REGALOS
Entre las costumbres sociales más practicadas que podríamos calificar de obligado cumplimiento, tenemos que considerar el regalo, la dádiva. ¿Quién a lo largo de su vida no ha hecho o recibido alguno? Es una como una norma incardinada en la sociedad que se remonta a tiempos imposibles de precisar, puesto que en nuestros intentos de averiguarlo hemos llegado a épocas anteriores a J.C. con la celebración de las fiestas romanas de las calendas y las idus, en las que ya se practicaba pero más por rito obligado que por convicción afectiva o cariñosa. Al margen de esto, el regalo en términos estrictos tiene o debería tener un componente afectivo pero, ahora, hay muchas vertientes que desvirtúan esa esencia propia de cariño y aprecio hacia el receptor del mismo por parte de quien lo hace.
No vamos a considerar al mundo de los niños cuando llegan las fiestas de Navidad o Reyes, ya sean los obsequios de los Magos o de Santa Claus o, como ellos dicen, Papá Noel. Los mayores, en esas fechas y a lo largo del año, se hacen regalos mutuamente pero, como decimos antes, no siempre obedecen a un impulso de gratitud, de admiración o de amor. Muchas veces vamos a remolque del enfoque comercial que tienen determinadas fechas y que promocionan generalmente los grandes centros con la adhesión lógica de los pequeños establecimientos, pero aquí se pierde la espontaneidad y la frescura del hecho puntual que caracterizaba al regalo sincero y afectivo de toda la vida.
Pero si nos perdemos ya en el ámbito de la variedad y de la motivación que tenemos para regalar algo a alguien, sería demasiado. No es fácil en estos tiempos elegir aquello que pretendemos sea del agrado del recipiendario porque se dice que tiene de todo; entonces nos rompemos la cabeza y, al final, a lo mejor cargamos con una cosa que no agrada especialmente a nuestro obsequiado o, a lo peor, ya lo tenía. De ahí que, cuando se trataba de corresponder a la invitación a un enlace matrimonial antes de que existieran las famosas las famosas “listas de bodas” que surgieron hace tiempo, los futuros contrayentes recibían numerosos juegos de café, cristalerías de todo tipo, lámparas… Fueron aquéllas un alivio para la incertidumbre que se nos presentaba a la hora de la decisión electiva. Pero esto tampoco fue la panacea porque –todos sabemos- los interesados llegaban en muchos casos a un acuerdo con la firma comercial para cambiar unas cosas por otras que no estaban en la citada lista, por lo que nunca sabíamos cuál habría sido el regalo procedente de nuestra decisión. Ahora, ya más recientemente, los novios se acogen a una idea que, esa sí, disipa por completo las dudas del invitado: el número de una cuenta bancaria a la que podemos hacer el ingreso correspondiente y no hay ningún problema, se hace el mismo proporcionado a lo que calculamos será el coste del banquete, si acaso un poquito más y todos contentos. Esta fórmula viene funcionando bien, aunque la discrecionalidad que suponía la compra directa del regalo (objeto) se ha perdido porque ahora se sabe cuánto nos gastamos.
Sería curioso relatar la infinidad de situaciones que comportan y definen la importancia, la calidad y la justificación en suma del regalo, unas veces porque nos sale del alma cuando se lo hacemos a la esposa/o, a los hijos, nietos o grandes amigos y otras, porque no tenemos más remedio al mediar el indirecto provecho propio (no piense nadie que vamos al hilo, al decir esto, de los presuntos escándalos que nos abruman ahora y antes); hablamos, por ejemplo de esos pisos o apartamentos que determinados maridos infieles regalan a sus “amiguitas” u otros presentes por el estilo y precio. En un plano menor, los obsequios en especie que los bancos dan a sus clientes a cambio de depósitos, nóminas domiciliadas, etc. y estos sí que tributan a la Hacienda pública, pero no vamos a seguir la retahíla. El regalo, en suma, es intrínsecamente un detalle de cortesía, afabilidad y, a veces, de elegancia que se agradece en cualquier caso como corresponde. Pero hay uno absolutamente impagable por lo valioso: cuando nace un niño, a los padres y los abuelos no se les puede gratificar mejor en esta vida. ¡Qué lástima que haya quien no comparta esta evidencia que la Naturaleza nos ofrece!
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
domingo, 11 de octubre de 2009
EL MAESTRO
Hace unos días hemos conocido un episodio verdaderamente lamentable y penoso ocurrido en Valencia (no sé ahora si en la capital o en alguno de los pueblos de la provincia), ha muerto un ciudadano que se hallaba en coma como consecuencia, según parece, de una agresión presuntamente cometida por un alumno; se trataba, lógicamente, de un profesor.
No es nuevo este hecho puesto que, aunque sin efectos tan trágicos, se vienen produciendo cosas así con más frecuencia de la fuera de desear, es decir, no sería de desear nunca. ¿De dónde viene el germen de esta situación? La figura del profesor o del maestro, que éste es el término paradigmático de siempre, aunque más de épocas pasadas, era algo así como un ejemplo a seguir, como un ser al que se le consideraba y respetaba con vehemencia, alguien a quien todos le debían el mérito y el trabajo bien hecho para situar a niños y jóvenes que le encomendaban sus padres para que su vida en la sociedad en la que se iban a ver inmersos les resultara más fácil y gratificante. Los educandos pequeños veían al maestro como su segundo padre o madre y los más mayores fiaban a él sin condiciones la adquisición de los conocimientos que necesitaban para desarrollarse y poder competir con éxito ante los horizontes más comprometidos que la educación superior y la universitaria, en su caso, les iban a exigir. Citar a don Fulano o don Mengano, que eran sus maestros, suponía un respeto y una gratitud incuestionables.
A lo largo de los tiempos, incluso en éstos que vivimos, hemos sabido de agasajos y homenajes sin cuento a estos sacrificados profesionales de la enseñanza cuando ya los años les han apartado del ejercicio de su noble función social. Sus antiguos alumnos, amigos y familiares se han volcado y rivalizado en sentirse como seres privilegiados por haber contado con un preceptor tan cariñoso, tan esforzado, tan eficaz con ellos. Y en televisión y en el cine la figura del maestro ha sido tratada no pocas veces, mostrando sus virtudes y dejando patentes sus carencias y sus precariedades económicas.
Hoy día los profesores –utilicemos ya el término más actual- ya no están tan mal considerados en el aspecto salarial, pero han pasado de ser ídolos de sus alumnos al desdén, la falta de respeto o la vejación en bastantes casos. Me preguntaba al principio por el germen de este cambio drástico y lamentable. Las costumbres han degenerado sustancialmente en facetas de la vida como éstas; por lo pronto, a un docente, del grado que sea, no se le habla de usted en muchas ocasiones aunque la diferencia de edad sea considerable, los padres no le respaldan en bastantes casos, se les discute y se les niega la facultad que siempre han tenido de mantener la disciplina al menos en la clase, se trata de llevar la iniciativa por parte de los alumnos, unas veces por sí mismos y otras, amparados en leyes o normas que les permiten disponer a su antojo de las horas lectivas y tomar la decisión si les apetece, de dejar de asistir a clase con el sólo aviso de que lo van a hacer; esto, legalmente, está autorizado. ¿Dónde se ha visto semejante disparate? De aquellos polvos vienen estos lodos y las agresiones seguirán mientras no se ponga coto a ellas como sea.
Termino con una anécdota si se quiere llamar así, ocurrido cuando yo estudiaba los últimos cursos del antiguo bachillerato universitario. Se daba la circunstancia de que acababa de incorporarse un joven profesor de matemáticas que, casualmente, era tío carnal de dos de mis compañeros, los que en la vida privada, como es normal, le tuteaban; en la clase, como todos los demás, le trataban de usted y él a nosotros también. No les fue fácil acostumbrarse, pero es que muchas veces hay que guardar las formas. ¡Ah! Y que no se me hable de hipocresía, por favor.
viernes, 18 de septiembre de 2009
LAS HUMANIDADES
Dice la etimología que las Humanidades son las Letras humanas y como acepción, “Literatura, especialmente la griega y la latina”. Precisamente, hace un par de años escribí un artículo en CANFALI que titulaba “Las raíces griegas y latinas”, poniendo el énfasis en el origen de ciertos términos de las lenguas españolas en esas dos culturas clásicas y en la poca atención, por no decir nula, que se presta hoy día a tales antecedentes.
Pero ahora me voy a permitir introducir bajo el título otras materias y no sólo
Viene esto a cuento de que, como todos habremos escuchado o leído últimamente, España está aferrada a los últimos lugares de la lista mundial de países en cuanto a nivel educativo se refiere y no hace falta profundizar. Un muchacho inmerso ya en
Las Humanidades no interesan pero, como se ve, tampoco las matemáticas, la configuración geográfica del país y hasta sus Leyes fundamentales. ¿Nos vamos a seguir cruzando de brazos y decir que eso no tiene importancia? No olvidemos el “ranking” educativo con que nos sonrojan a los españoles nuestros compañeros europeos y los demás.
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
viernes, 10 de julio de 2009
EL DESTINO
Dicen que todos los humanos tenemos ya, de por vida, toda nuestra existencia predestinada, pero nadie nos dice, porque nadie lo sabe, qué cosas nos van a pasar. Bueno, sí, hay algunos iluminados que nos lo dicen, aunque ellos tampoco lo saben, pero eso de los poderes adivinatorios que tienen conferidos –aseguran ellos- no sabemos por quien, a mí no me convencen, ni a la mayoría de la gente; sólo algunos de mentalidad blanda creen en eso.
Lo cierto es que, poco a poco, vamos sabiendo hacia dónde nos encamina el destino y los hechos pasados ya nos han ido descubriendo lo que se nos tenía reservado y hasta ahí llegamos; lo porvenir sigue siendo un enigma. Ahora bien, las decisiones que tomemos en un momento determinado ante la presencia de un dilema difícil (creo que todos lo son), ¿pueden alterar en algo lo que nos pudiera pasar en el futuro? Pues tampoco lo sabemos, aunque ocurra lo que ocurra, siempre diremos que era el destino que lo tenía así previsto.
¿Y qué es el destino? Pues, algo bueno o malo según el diccionario que dice, por un lado, hado, suerte, fortuna, aunque luego añade encadenamiento de los sucesos como fortuito o casual o como necesario o fatal, es decir, malo. Hasta qué punto lo será que, fatalmente, el destino final es la muerte. Pero hay que ver que morbosa es la gente, pues ¿no les gusta saber a algunos qué día se van a morir? Y digo esto porque he visto en Internet anuncios de esa clase de adivinos que embaucan a los incautos ofreciéndoles predecirles cuándo va a ocurrir tan infausto suceso. Como decía “El Guerra”, hay gente pa’ to…
El vocablo que nos ocupa y el concepto que encierra en alguna de sus definiciones, mereció ya la atención de los clásicos y, así, el propio Cicerón escribió con ese título un Tratado filosófico, en el que rechazaba las teorías sobre la fatalidad (que al fin y al cabo es consecuente con el destino) y ya en los albores del siglo XIX, un alemán, precisamente discípulo de Kant, Johann Fichte, publicó su obra “Die Bestimmung des Menschen” (El destino del hombre), en la que funda en la conciencia la realidad del mundo exterior.
En fin, que, como se dice coloquialmente, lo que nos tenga destinado la Providencia, sea lo mejor posible.
Jesús GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
Publicado en CANFALI MARINA ALTA de Denia el 6 de Junio de 2009.
miércoles, 21 de enero de 2009
LA FARMACIA DOMÉSTICA
Como es natural, a medida que la edad avanza y con ella, los achaques, es más abundante el arsenal de fármacos que poseemos y el número de pastillas o jarabes que consuminos. Conocí hace algunos años a un casi vecino en la Sierra madrileña, que era un sastre acreditado y vestía a personalidades de alcurnia y prosapia (que, por cierto, le pagaban peor, según decía, que otros clientes de menor fuste), que llegaba a ingerir hasta diecinueve unidades diarias de medicamentos diversos, cifra que a todas luces tenía que parecernos exagerada pero que seguramente sería cierta. Uno toma ya más de dos y más de tres especialidades distintas, tantas como dolencias comunes y razonables que acusa a estas alturas de la vida y así nos vamos bandeando. Por lo menos no faltan las ganas de comer, se anda lo que se puede, se nada –ahí, en Las Rotas sobre todo- y se llega a correr para alcanzar el autobús cuando se nos escapa, lo que quiere decir que algo bueno tendrán los fármacos. Pero de esto a que nos dediquemos a coleccionar estuchitos de cartón con parte de su contenido dentro, no parece sensato y menos si la fecha de caducidad está ya trasnochada.
Nadie o casi nadie duda de que las farmacias son establecimientos indispensables y parece imposible que alguien, a lo largo de su vida, no haya tenido necesidad de acudir a ellas, siendo los bebés desde sus primeros días de existencia sus clientes inexcusables, ¿quién no ha usado el entrañable y consolador chupete de toda la vida, así como los primeros biberones cuando la lactancia materna no ha sido posible? No pocas veces se ha dado el caso de que los padres, él o ella, han tenido que salir de casa, incluso a altas horas de la noche, para restituir con urgencia el imprescindible y popularísimo elemento que se había extraviado -“ñaña” lo llamaba mi nieta, no sé por qué-, para ponérselo en la boca al infante, y calmar al instante los desesperados y desesperantes lloros de los pequeños. Y qué decir de los espantosos dolores de muelas que, quien más quien menos, hemos padecido en ocasiones y que la solícita ayuda de los farmacéuticos de guardia nos ha aliviado tantas veces. Analgésicos, antiespasmódicos, diuréticos, antihipertensivos, ansiolíticos, antiinflamatorios, antitusígenos, antipiréticos, antihistamínicos y muchos “anti” más, genéricos o de marca, abarrotan los anaqueles de lo que antiguamente llamábamos boticas, ahora farmacias y también oficinas de farmacia como nombre oficial, que se han modernizado e informatizado hasta cotas increíbles, como hemos visto en algunas de Dénia en las que, sólo pulsando una tecla de los ingenios informáticos instalados en los mostradores, bajan por las espirales de una especie de toboganes, al instante, los medicamentos solicitados.
Y aunque no es utilizado exclusivamente por los laboratorios farmacéuticos y sus terminales de venta, puesto que es ya de uso universal en todos los envases habidos y por haber, hemos de hacer mención al ya famosísimo código de barras, cuyo trigésimo aniversario se celebra en estos días. Ya no existe la mención en “cristiano” del precio de los artículos en ningún establecimiento, prácticamente, pero sí estaba impreso en cifras hasta hace poco, en las farmacias aunque figurase el código de barras, pero ya no, ahora hay que pasar éste por el “aro de la electrónica” para que nos diga cuánto vale lo que adquirimos. Pero, aunque parezca mentira, todavía quedan farmacias, incluso en Madrid, no informatizadas, donde tienen que valerse de la estampación manual del precio, a partir de los albaranes de entrega de los almacenes suministradores. ¡Qué cosas!